lunes, 22 de septiembre de 2008

Un triste ciprés

Todo empezó con un anónimo. Quien lo enviaba ya tenía planeado el primer crimen. Y previsto el segundo. E incluso el tercero, puesto que enviar a un inocente a la horca es también un asesinato. La primera víctima, una anciana rica en libras, muere envenenada. La herencia parece ser el móvil del crimen. Pero también los celos pueden haber impulsado al homicida. En cualquiera de las dos circunstancias, Elinor Carlisle constituye la culpable ideal. Para el ministerio fiscal, es un caso clarísimo.

Sin embargo, Hercule Poirot no está de acuerdo y decide proceder como abogado defensor, bajo su personalidad de detective. Por primera vez, el investigador belga actúa en segundo plano, hasta que llega el momento de demostrar que él no se equivoca nunca. Ni siquiera cuando todos tratan de engañarle. En una investigación, las mentiras son tan útiles como las verdades. Y una mentira, por idiota que sea, puede costarle cara al asesino, que es el único personaje al que, frente a Poirot, no le está permitido mentir…


Dicen que, a estas alturas de la carrera literaria, Agatha había empezado a odiar a Poirot, irritada por las simpatías y la popularidad de que gozaba entre los lectores. Pero, a juzgar por el modo brillante en que le conduce a la resolución de este caso, disimula muy bien esa inquina.

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