La esmeralda del Rajá
(Cuento. Texto completo)
Agatha Christie
Con grave esfuerzo, Jaime Bond dedicó una vez más su atención al librito amarillo que tenía en la mano. En la cubierta del librito se leía esta sencilla, pero agradable leyenda: «¿Quiere usted aumentar su sueldo en trescientas libras al año?» Costaba un chelín. Jaime acaba de terminar la lectura de dos páginas de líneas apretadas en las que se daban instrucciones sobre cómo mirar al jefe a la cara, cómo cultivar una personalidad dinámica, e irradiar eficiencia. Ahora había llegado al delicado tema: «Hay que ser franco, y al mismo tiempo discreto», le informó el librito amarillo: «Un hombre fuerte nunca dice todo lo que sabe.» Jaime cerró el libro, y alzando la cabeza contempló el océano inmenso y azul. Le asaltaba una terrible sospecha... ¿acaso era un hombre fuerte? Un hombre fuerte hubiera dominado la situación presente, y no hubiera sido víctima de ella, y por sexagésima vez durante aquella mañana, Jaime revisó sus errores.
Aquéllas eran sus vacaciones. ¡Sus vacaciones! ¡Ja, Ja! Risa sarcástica. ¿Quién le había convencido para que fuese a pasarlas a aquel pueblecito veraniego junto al mar, tan en boga... Kimpton de Mar? Gracia. ¿Quién le había obligado a gastar más de lo que podía? Gracia. Y él había secundado sus planes con entusiasmo. Ella le había llevado allí, ¿y cuál era el resultado? Mientras él estaba en una triste casa de huéspedes situada a un kilómetro y medio del mar, Gracia, que debiera haber estado en otra similar (en la misma no... los principios del círculo de Jaime eran muy estrictos), había desertado y estaba nada menos que en el hotel Explanada, junto a la playa.
Al parecer tenía allí amigos. ¡Amigos! Jaime volvió a reír con sarcasmo y mentalmente repasó los últimos tres años que estuvo cortejando a Gracia. Cuando se dio cuenta por primera vez de que la hacía objeto de sus preferencias, se puso satisfechísima. Eso fue antes de que se elevara a la altura de la gloria en los salones de sombrerería para señora de mistress Bartless en la calle Alta. En aquellos tiempos era Jaime quien se daba importancia, pero ahora, ¡cielos! La cosa había cambiado. Era Gracia quien «ganaba buen dinero», como se dice en términos vulgares. Y eso la volvió orgullosa. Sí, eso era, terriblemente orgullosa. Un fragmento de un libro de versos acudió a la memoria de Jaime, algo así: «doy gracias al cielo por el amor de un hombre bueno». Pero en Gracia no se observaba nada de eso. Después de desayunar opíparamente en el hotel Explanada se olvidaba por completo del amor del hombre bueno, y aceptaba las atenciones de un estúpido individuo llamado Claudio Sopworth; un hombre sin valor moral, de eso Jaime estaba convencido.
Jaime clavó el talón en el suelo con rabia y continuó mirando el horizonte con el ceño fruncido. Kimpton de Mar. ¿Qué le había ocurrido para dejarse arrastrar a semejante sitio? Era ante todo un lugar de veraneo de moda para la gente rica. Tenía dos grandes hoteles, y varios kilómetros de villas pintorescas pertenecientes a artistas famosas, judíos acaudalados, y aquellos miembros de la aristocracia inglesa que se habían casado con mujeres ricas. El alquiler de la más pequeña de aquellas casitas amuebladas, era de veinticinco guineas a la semana. Y había que dejar a la imaginación lo que sería el de las grandes. Detrás de donde Jaime estaba sentado había uno de aquellos palacios propiedad de un famoso deportista, lord Eduardo Champion, y en él se hospedaban en aquellos momentos una serie de distinguidos huéspedes, incluyendo al rajá de Maraputna, cuya riqueza era fabulosa. Jaime había leído lo que decía de él el diario de la mañana; la extensión de sus posesiones en la India; sus palacios, su maravillosa colección de joyas, entre las que merecía especial mención una famosa esmeralda que, según declaraban los periódicos, tenía el tamaño de un huevo de paloma, pero la impresión que aquello dejó en su mente no fue pequeña.
- Si yo tuviera una esmeralda como ésa -dijo Jaime volviendo a fruncir el ceño-, ya le enseñaría a Gracia.
Era un sentimiento vago, pero aquella declaración le hizo sentirse mejor. A espaldas se oyeron voces y risas, y al volverse rápidamente se enfrentó con Gracia que llegaba acompañada de Clara Sopworth, Dorotea Sopworth y... ¡cielos! Claudio Sopworth. Las muchachas iban del brazo y reían.
- Vaya, casi no te conocemos -le gritó Gracia.
- Sí -repuso Jaime, comprendiendo que debería haber encontrado una respuesta más airosa. No puede darse la impresión de una personalidad dinámica utilizando un monosílabo. Miró con odio intenso a Claudio Sopworth, que iba casi tan bien vestido como el protagonista de una comedia musical. Jaime deseó apasionadamente que un perro alocado al salir del agua, pusiera sus patas húmedas y sucias de arena, sobre la blancura impecable de los pantalones de Claudio.
Jaime llevaba unos de franela gris muy cómodos que habían visto tiempos mejores.
- ¡Qué aire más fresco! -dijo Clara aspirándolo con fuerza-. Esto reanima a cualquiera, ¿verdad? -y rió.
- Es ozono -replicó Alicia Sopworth-. Es tan bueno como un reconstituyente, ¿sabes? -y se echó a reír también.
Jaime pensaba:
«Me gustaría cascar sus estúpidas cabezas. ¿Por qué han de reír de todo? Ahora no han dicho nada gracioso.»
El impecable Claudio murmuró con aire lánguido:
- ¿Tomamos un baño o es demasiado pronto?
La idea del baño fue aceptada con entusiasmo, y Jaime se avino a acompañarles; incluso consiguió con cierta astucia hacer que Gracia se quedara algo rezagada.
- ¡Escucha! -se quejó-. Apenas te veo.
- Bueno, ahora estamos juntos -dijo Gracia-, y puedes venir a comer con nosotros al hotel, es decir, si...
Contempló indecisa las piernas de Jaime.
- ¿Qué ocurre? -preguntó Jaime con ferocidad-. ¿Es que acaso no voy lo bastante elegante para ti...?
- Creo, querido, que podías esmerarte un poco más -dijo Gracia-. Allí van todos tan elegantes. ¡Fíjate en Claudio Sopworth!
- Ya me he fijado -repuso Jaime con pesar-. Nunca vi a un hombre más estúpido que ése.
Gracia se irguió.
- No hay necesidad de criticar a mis amigos, Jaime, eso es de mala educación. Él viste como cualquier otro caballero de los que hay en el hotel.
- ¡Bah! -replicó Jaime-. ¿Sabes lo que leí el otro día en los «Comentarios Sociales»? ¡Pues que el duque de... ahora no recuerdo, pero de todas formas era un duque, era el hombre peor vestido de Inglaterra!
- Es posible -convino Gracia-, pero, compréndelo, es un duque.
- ¿Y qué? -preguntó Jaime- ¿Por qué no puedo serlo yo algún día? Bueno, por lo menos, si no llego a duque, puedo ser par.
Dando una palmada sobre el librito amarillo que llevaba en el bolsillo, empezó a recitar una larga lista de pares de la realeza que habían comenzado sus vidas más oscuramente que Jaime Bond. Gracia se limitó a reír.
- ¡No seas iluso, Jaime! -le dijo-. ¡Imagínate, tú conde de Kimpton de Mar!
Él la miró entre enojado y vencido. Desde luego el aire de Kimpton se le había subido a Gracia a la cabeza.
La playa de Kimpton es una cinta de arena, larga y recta. Un hilera de casetas de baño y toldos se extiende a todo lo largo por espacio de un kilómetro y medio, y el grupo de nuestros amigos se había detenido ante una serie de seis casetas, todas con la inscripción: «Para los huéspedes del hotel Explanada».
- Hemos llegado -dijo Gracia-, pero me temo que no puedas venir con nosotros, Jaime, tendrás que ir a las casetas públicas. Ya nos encontraremos en el agua. ¡Hasta la vista!
- ¡Hasta luego! -replicó Jaime dirigiéndose al lugar indicado.
Diez casetas cochambrosas se alzaban mirando al mar, y ante ellas había un marinero ya anciano con un rollo de papel azul en la mano. Aceptó la moneda que le daba Jaime, le cortó un ticket, y tras darle una toalla señaló con su dedo pulgar por encima del hombro.
- Espere turno -le dijo con voz ronca.
Fue entonces cuando Jaime se dio cuenta de que había competencia. Otras personas, aparte de él, habían tenido la idea de meterse en el mar. No sólo estaban todas las tiendas ocupadas, sino que había una multitud esperando ante cada una. Jaime se acercó a la cola más reducida y esperó. La puerta de la caseta se abrió dando paso a una joven muy bonita, vistiendo un breve traje de baño, que apareció en escena poniéndose el gorro de baño con aire de quien tiene toda la mañana por delante. Se dirigió hacia el borde mismo del mar y allí se sentó sobre la arena con indolencia.
«Esto es inútil», se dijo Jaime acercándose a otro grupo.
Después de esperar cinco minutos, se oyeron señales de actividad en la segunda caseta. Después de fuertes sacudidas, se abrió la puerta y salieron cuatro niños con sus padres. Por ser la caseta tan pequeña daba le impresión de un truco de magia. Al instante siguiente dos mujeres se abalanzaron a un tiempo para entrar en ella.
- Perdón -dijo la primera jadeando ligeramente.
- Perdón -dijo la otra sin inmutarse.
- Debe usted saber que yo llegué diez minutos antes que usted -dijo la primera rápidamente.
- Yo llevo aquí más de un cuarto de hora, como puede decirle cualquiera -replicó la segunda con aire desafiante.
- Vamos, vamos -dijo el marinero acercándose.
Las dos mujeres le hablaron a un tiempo. Y cuando hubieron terminado, señaló con el pulgar a la segunda diciéndole en tono breve:
- Le toca a usted.
Y luego se alejó sordo a toda protesta. A él no le importaba ni poco ni mucho quién fuese la primera, pero su decisión era irrevocable, como dicen en los concursos de los periódicos.
Jaime le asió de un brazo, desesperado.
- ¡Escuche! ¡Oiga!
- ¿Qué hay, mister?
- ¿Cuánto tiempo tardaré en conseguir una caseta?
El anciano marinero lanzó una mirada indiferente a la multitud que aguardaba.
- Puede que una hora, o tal vez hora y media, no puedo asegurarlo.
En aquel momento, Jaime vio que Gracia y las hermanas Sopworth corrían por la playa en dirección al mar.
- ¡Maldición! -dijo Jaime para sus adentros-. ¡Oh, maldición!
Y de nuevo apremió al anciano marinero.
- ¿No podría encontrar una caseta en otro sitio? ¿Y esas que hay allí? Parecen todas vacías.
- Esas casetas -replicó el viejo con dignidad-, son «Particulares».
Y dicho esto siguió adelante. Con la sensación de haber sido víctima de un timo, Jaime se alejó de las colas, y echó a andar salvajemente por la playa. ¡Era el colmo! ¡Aquello sí que era el colmo! Contempló con rabia las pulcras casetas ante las que pasaba. En aquellos momentos, siendo un liberal independiente, se convirtió en un rojo socialista. ¿Por qué los ricos tenían casetas y podían bañarse en cualquier momento sin hacer cola?
«Este sistema nuestro -pensó amargamente-, es totalmente equivocado.»
Desde el agua llegaron hasta él los gritos alegres de los bañistas. ¡La voz de Gracia! Y por encima de sus risas coquetas, el insustancial «ja, ja, ja» de Claudio Sopworth.
- ¡Maldita sea! -exclamó Jaime apretando los dientes, cosa que antes no hubiera osado nunca, y que sólo había leído en las novelas.
Se detuvo bruscamente, y con resolución se volvió dando la espalda al mar. Y concentró su mirada en «Nido de Águila», «Buena Vista» y «Mon desir» (Mi deseo). Era costumbre de los habitantes de Kimpton de Mar bautizar sus casetas de baño con nombres como éstos. «Nido de Águila» le pareció una tontería, «Buena Vista» estaba más allá de sus conocimientos lingüísticos, pero sus nociones de francés le bastaron para comprender el tercer nombre.
- Mon Desir -murmuró Jaime-. Vaya si lo es.
Y en aquel momento vio que aunque las puertas de las demás casetas estaban cerradas, la de «Mi Deseo» estaba entreabierta. Jaime miró cautelosamente a uno y otro lado de la playa, pero aquella parte de la playa estaba ocupada por familias numerosas, y las madres se hallaban vigilando a su prole. Eran sólo las diez de la mañana, demasiado pronto para que la aristocracia de Kimpton de Mar bajase a bañarse.
«Estarán en sus camas comiendo codornices y champiñones, servidos en bandeja por criados de peluca empolvada, ¡puah! Ninguno vendrá antes de las doce», pensó Jaime.
Volvió a mirar hacia el mar, y como obligado «leit motiv», un grito de Gracia rasgó el aire, seguido del «ja, ja, ja» de Claudio Sopworth.
«Lo haré», dijo entre dientes.
Y empujando la puerta de Mon Desir se metió dentro. De momento se llevó un susto al ver varias prendas de vestir colgadas en perchas, pero se tranquilizó rápidamente. La caseta estaba dividida en dos, y en la parte de la derecha vio un jersey femenino de color amarillo, con sombrero de paja y un par de sandalias, y en la izquierda, colgados de una percha, unos pantalones de franela gris, un pullover y un sombrero ancho proclamaban que los sexos estaban separados. Jaime se apresuró a trasladarse a la parte dedicada a los caballeros, y se desnudó a toda velocidad. Tres minutos después se hallaba en el mar dándose importancia y exhibiendo su estilo de nadador... cabeza sumergida, los brazos surcando el agua... con ritmo constante... como un profesional.
- ¡Oh, estás ahí! -exclamó Gracia-. Tenía miedo que te pasaras la mañana allí con la gente que hay esperando.
- ¿Sí? -dijo Jaime.
Pensó con afecto en el librito amarillo. «El hombre fuerte en ciertas ocasiones ha de ser discreto.» De momento su humor había vuelto a equilibrarse, y pudo decir a Claudio Sopworth en tono agradable pero firme, al ver que estaba enseñando a Gracia a nadar de espaldas:
- No, no amigo, no es así. Yo la enseñaré.
Y era tal la seguridad de su tono, que Claudio se apartó vencido. Lo malo fue que su triunfo duró poco. La temperatura de las aguas inglesas no permite a los bañistas permanecer en ellas durante mucho tiempo. Gracia y las hermanas Sopworth tenían ya los labios morados y les castañeteaban los dientes. Echaron a correr por la playa y Jaime emprendió solitario el camino de regreso hacia Mon Desir. Mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, y deslizaba la camisa por encima de su cabeza, se sintió satisfecho de sí mismo. Al fin había sabido desplegar una dinámica personalidad.
Y entonces se quedó rígido de terror. Fuera se oían voces de muchachas... voces totalmente distintas a las de Gracia y sus amigas. Un momento después comprendió la verdad, los propietarios de Mon Desir empezaban a llegar. Es posible que si Jaime hubiera estado completamente vestido hubiera aguardado los acontecimientos con dignidad, y hubiese intentado explicarse, pero como actuó presa de pánico se abalanzó sobre la puerta y echó el pestillo con desesperación. Las ventanas de la caseta estaban veladas por unas cortinas verdes, y así no pudieron verle los que luchaban por abrir desde fuera deseosos de entrar a vestirse.
- Está cerrada -dijo una voz femenina-. Creí que Pug había dicho que estaba abierta.
- No, fue Woggle quien lo dijo.
- Woggle es el colmo -dijo la muchacha-. Qué tonto es, ahora tendremos que volver a buscar la llave.
Jaime oyó sus pasos que se alejaban, y exhaló un profundo suspiro, mientras se ponía las otras prendas a toda prisa. Dos minutos después paseaba con aire indiferente por la playa corno si jamás hubiera roto un plato. Gracia y los hermanos Sopworth se reunieron con él un cuarto de hora más tarde, y pasaron el resto de la mañana tirándose piedrecillas, escribiendo en la arena, y bromeando alegremente. Al fin Claudio miró su reloj.
- Es hora de comer -comentó-. Será mejor que regresemos.
- Tengo un hambre terrible -dijo Alicia Sopworth.
Todos las demás dijeron que también sentían mucho apetito.
- ¿Vienes, Jaime? -preguntó Gracia.
Sin duda Jaime estaba aquel día muy susceptible, puesto que creyó ver ofensa en sus palabras.
- No, si mis ropas no son lo bastante buenas para ti -dijo con amargura-. Como eres tan exigente, tal vez será mejor que no vaya.
Dijo esto para que Gracia se disculpara, pero el aire del mar no les sentaba bien y ella se limitó a decir:
- De acuerdo. Haz lo que quieras, entonces te veré esta tarde.
Jaime se quedó confundido.
- ¡Vaya! -dijo mirando al grupo que se alejaba-. Vaya, sí que...
Y echó a andar hacia la ciudad. Kimpton de Mar tiene dos cafeterías, y en las dos hace calor, hay mucha gente y gran alboroto. Volvió a ocurrir lo mismo que en las casetas. Jaime tuvo que aguardar turno... bueno y algo más, puesto que cuando quedó un sitio libre se lo quitó una matrona poco escrupulosa que acababa de llegar. Al fin pudo sentarse en una mesita. Junto a su oído izquierdo tres muchachas mal vestidas destrozaban un fragmento de ópera italiana. Por fortuna, Jaime no era aficionado a la música, y se dispuso a estudiar la lista de platos con las manos hundidas en los bolsillos, mientras pensaba:
- Pida lo que pida, seguro que «se ha terminado». Así soy yo de desgraciado.
Revolviendo en las profundidades de su bolsillo, su mano derecha tropezó con un objeto desconocido... Parecía un guijarro... un guijarro grande y redondo.
«¿Para qué diablos habré metido una piedra en mi bolsillo?», pensó.
Sus dedos se cerraron sobre ella mientras se le acercaba una camarera.
- Un filete con patatas fritas, por favor -ordenó Jaime.
- El filete se ha terminado -murmuró la camarera con los ojos fijos en el techo.
- Entonces tráigame ternera con salsa curry -dijo Jaime.
- La ternera se «ha terminado».
- ¿Hay algo en este estúpido menú que no se «haya terminado»? -preguntó Jaime.
La camarera pareció dolida, y puso un dedo pálido sobre el «cordero guisado». Jaime se resignó a lo inevitable y se avino a que le sirvieran cordero guisado, y mientras su cerebro no cesaba de maldecir el sistema de las cafeterías, sacó del bolsillo la mano en la que todavía aprisionaba la piedra. Abriendo los dedos contempló distraído el objeto que había en su palma, y entonces con sobresalto olvidó todas sus preocupaciones. Aquello no era un guijarro, sino... una esmeralda, apenas cabía duda posible... una esmeralda verde, enorme. Jaime la miraba horrorizado. No, era imposible que fuese una esmeralda, debía ser un vidrio de color. No existían esmeraldas de ese tamaño... a menos... ante los ojos de Jaime bailaron unas letras impresas. «El rajá de Maraputna... famosa esmeralda del tamaño de un huevo de paloma.» ¿Sería posible... que fuese aquella esmeralda la que estaba contemplando ahora? La camarera regresó con el cordero guisado, y Jaime cerró los dedos con gesto espasmódico mientras varios escalofríos recorrían su espina dorsal. Tenía la sensación de verse metido en un terrible dilema. Si ésta era la esmeralda... ¿pero lo sería? Abrió la mano observándola con recelo. Jaime no era ningún experto en piedras preciosas, pero la viveza del color y el brillo de la joya le convencieron de que se trataba de la auténtica. Apoyó ambos codos en la mesa y se inclinó hacia delante sin ver el plato de cordero guisado que se iba congelando lentamente. Tenía que descifrar aquello. Si era la esmeralda del rajá la que tenía en la mano, ¿qué hacer? La palabra «policía» acudió a su mente. Si uno encuentra algo de valor debe entregarlo en la comisaría. Jaime había sido educado bajo este axioma.
Sí, pero... ¿cómo diantre había ido a parar al bolsillo de su pantalón? Ésa era la pregunta que le haría la policía. Una pregunta desconcertante, y que por el momento no podía contestar. Miró sus pantalones, y al contemplarlos le invadió una duda. Los examinó más de cerca. Un par de pantalones de franela gris, se parece muchísimo a otro par de pantalones de franela gris, pero después de todo, Jaime tuvo la sensación instintiva de que aquéllos no eran sus pantalones. Se recostó contra el respaldo de la silla abrumado por su descubrimiento. Ahora comprendía lo ocurrido... con la prisa por salir de la caseta de baño, se había equivocado de pantalones. Recordaba haber colgado los suyos de una percha cercana a la que tenía el otro par. Sí, aquello explicaba su confusión. Pero de todas formas, ¿qué hacía allí una esmeralda valorada en cientos de miles de libras? Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía y en cuanto a explicar a la policía...
Era violento... decididamente violento, no cabe duda. Tendría que confesar el haber entrado deliberadamente en la caseta de otro. Claro que no era una ofensa grave, pero le dejaba en mal lugar..
- ¿Desea que le sirva algo más, señor?
Era otra vez la camarera, que miraba con extrañeza el plato de cordero sin empezar. Jaime se apresuró a comer parte del mismo, y luego pidió la cuenta, pagó y se fue. Una vez en la calle se detuvo indeciso, hasta que un cartelón de anuncios atrajo su atención. La ciudad de Harchester, la más cercana a Kimpton de Mar, tenía un periódico que se publicaba por la tarde, y era su contenido lo que Jaime estaba contemplando. Anunciaba un hecho simple y sensacional. «Robo de la esmeralda del rajá.»
- Dios mío -dijo Jaime con desmayo, apoyándose contra la pared.
Sacando una pequeña moneda de su bolsillo compró un ejemplar del periódico, y no tardó en hallar lo que buscaba. Las noticias sensacionales de la localidad eran escasas y poco frecuentes. Grandes titulares adornaban la primera página. «Robo sensacional en la casa de lord Eduardo Champion. Robo de una famosa esmeralda histórica. Terrible pérdida para el rajá de Maraputna.» Los hechos eran pocos y sencillos. Lord Eduardo Champion había reunido en su casa la noche anterior a varios amigos, y el rajá había ido en busca de la esmeralda para mostrársela a una de las damas presentes, descubriendo su desaparición. Avisaron a la policía, y hasta el momento no se tenía ninguna pista. Jaime dejó que el periódico cayera al suelo. Todavía no era capaz de comprender cómo había ido a parar aquella esmeralda al fondo del bolsillo de unos pantalones viejos de franela que estaban en una caseta de baño, pero sí fue aumentando su convencimiento de que la policía consideraría su historia como sospechosa. ¿Qué podía hacer? Allí estaba de pie en una de las calles principales de Kimpton de Mar, con un botín que valía el rescate de un rey reposando en su bolsillo, mientras toda la policía del distrito lo buscaba afanosamente. Ante él se abrían dos caminos. Camino número uno, ir directamente a la comisaría y contar lo ocurrido... pero hay que admitir que a Jaime le daba miedo esta solución. Camino número dos, deshacerse de la esmeralda como fuera. Se le ocurrió envolverla y enviársela al rajá. Pero luego rechazó la idea. Había leído demasiadas novelas policíacas para hacer semejante cosa, y además sabiendo lo que podían conseguir los sabuesos con la lupa y otros instrumentos. Cualquier detective que conociera su oficio y examinara el paquete de Jaime, sabría en menos de media hora la profesión del remitente, su edad, costumbres y aspecto personal. Y después sería tan sólo cuestión de unas horas el encontrarle.
Fue entonces cuando se le ocurrió un plan de extraordinaria sencillez. Era la hora de comer, la playa estaría desierta, podría volver a Mon Desir, colgar los pantalones donde los había encontrado, y recuperar los suyos. Con este pensamiento emprendió el camino de la playa.
Sin embargo, su conciencia le remordía ligeramente. La esmeralda debía ser devuelta al rajá, y concibió la idea de realizar algunas pesquisas por su cuenta... es decir, una vez hubiera recuperado sus propios pantalones y devuelto los otros. Para ponerla en práctica se dirigió al anciano marinero, a quien consideró una buena fuente de información de la vida de Kimpton de mar.
- Perdóneme -le dijo Jaime en tono cortés-; pero creo que un amigo mío tiene una caseta en esta playa, El señor Carlos Lapton. Tengo entendido que se llama Mon Desir...
El viejo marinero estaba sentado con la pipa en la boca y mirando al mar. Ladeó un poco su pipa y repuso sin apartar la vista del horizonte:
- Mon Desir pertenece a su señoría, lord Eduardo Champion, eso lo sabe todo el mundo. Nunca oí hablar de mister Carlos Lapton; debe ser un veraneante muy reciente.
- Gracias -le dijo Jaime antes de alejarse.
La información le había dejado desconcertado. No era posible que el propio rajá hubiera metido la piedra en el bolsillo de sus pantalones olvidándola luego. Jaime meneó la cabeza. Su teoría no le satisfizo; pero entonces algún invitado a la reunión debía haberla robado. Aquel problema le recordó una de sus novelas policíacas preferidas.
No obstante, su propósito permaneció inalterable y lo puso en práctica con bastante facilidad. La playa estaba prácticamente desierta, como había esperado, y por suerte la puerta de Mon Desir continuaba abierta. Entrar en su interior fue cuestión de un momento, y Jaime estaba descolgando sus pantalones de la percha, cuando una voz a sus espaldas le hizo volverse en redondo.
- ¡Ya le he pescado! -dijo la voz.
Jaime se quedó boquiabierto. En la puerta de Mon Desir había un extraño; un hombre bien vestido de unos cuarenta años, elevada estatura, de rostro astuto y mirada de águila.
- ¡Ya le he pescado! -repitió el desconocido.
- ¿Quién... quién es usted? -preguntó tartamudeando Jaime.
- El detective inspector Merrilees, del Yard -replicó el otro-. Y le ruego que me entregue esa esmeralda.
- ¿La... esmeralda?
Jaime luchaba por ganar tiempo.
- Eso es lo que he dicho, ¿no? -dijo el inspector Merrilees.
Tenía una pronunciación seca y comercial. Jaime trató de recobrar su compostura.
- No sé de qué me está usted hablando -dijo con fingida dignidad.
- Oh, sí, muchacho, yo creo que sí lo sabe.
- Eso es un error -dijo Jaime-. Puedo explicarlo fácilmente... -hizo una pausa.
Una expresión de cansancio apareció en el rostro del otro.
- Siempre dicen eso -murmuró el hombre de Scotland Yard-. Supongo que debió encontrársela mientras paseaba por la playa, ¿verdad? Ésa puede ser una explicación.
Desde luego tenía cierta semejanza. Jaime tuvo que reconocerlo, pero aún quiso ganar tiempo.
- ¿Cómo sé yo que es usted quién dice? -le preguntó con voz débil.
Merrilees levantó la solapa mostrándole una insignia, que Jaime contempló fijamente con ojos desorbitados.
- Y ahora -le dijo el otro casi alegremente-, ya sabe a qué atenerse. Es usted un novato... estoy seguro. Es su primer robo, ¿verdad?
Jaime asintió.
- Lo suponía. Ahora, muchacho, ¿va a entregarme la esmeralda, o tendré que registrarle? Jaime recuperó el habla.
- No... no la llevo encima -declaró, mientras pensaba desesperadamente.
- ¿La dejó con sus cosas? -preguntó Merrilees.
Jaime asintió.
- Muy bien -dijo el detective-, entonces iremos juntos a buscarla.
Y cogió del brazo a Jaime.
- No voy a correr el riesgo de que se escape -le dijo en tono amable-. Iremos adonde se hospedaba y entonces me entregará la piedra.
Jaime habló con voz insegura.
- ¿Y si lo hago, me dejará marchar? -preguntó con voz trémula.
- Sabemos cómo fue robada la piedra -explicó-, también quién es la dama que está complicada, y naturalmente, el rajá quiere que la cosa no trascienda en lo que sea posible. Ya sabe cómo son los gobernantes nativos, ¿verdad?
Jaime, que no sabía nada de los gobernantes nativos, asintió simulando comprender.
- Claro que será algo muy irregular -dijo el detective-, pero tal vez lo dejemos marchar.
Jaime volvió a asentir. Habían recorrido ya toda la explanada y estaban entrando en el pueblo. Jaime indicaba el camino a seguir, pero el otro no soltó ni por un momento su brazo.
De pronto Jaime vaciló como si fuese a hablar, y Merrilees alzó la cabeza extrañado, y luego se echó a reír. En aquel momento pasaban por delante de la comisaría, y había observado las miradas de angustia que Jaime le dirigía.
- Primero voy a darle una oportunidad -le dijo de buen talante.
Fue entonces cuando empezaron a ocurrir cosas. Jaime lanzando un fuerte grito cogió al otro por el brazo, exclamando con toda la fuerza de sus pulmones y a grandes gritos:
- ¡Socorro! ¡Ladrón! ¡Socorro! ¡Ladrón!
Empezó a reunirse un corro.
- Ha querido robarme -gritaba Jaime-. Este hombre me ha metido la mano en el bolsillo.
- ¿De qué está usted hablando? -gritó el otro.
Un agente acudió a hacerse cargo del asunto, y Merrilees y Jaime fueron escoltados hasta la comisaría, mientras Jaime repetía sus protestas.
- Este hombre me ha metido la mano en el bolsillo -declaró excitado-. Tiene mi cartera en su bolsillo derecho. Miren.
- Este hombre está loco -gruñó el otro-. Puede mirar usted mismo inspector, y ver si dice la verdad.
A una señal del inspector, el agente introdujo su mano en el bolsillo de Merrilees, sacando algo que le hizo lanzar una exclamación de asombro.
- ¡Dios mío! -dijo el inspector olvidando su impasibilidad profesional-. Debe ser la esmeralda del rajá.
Merrilees parecía más sorprendido que ninguno.
- Esto es monstruoso -explotó-, monstruoso. Este hombre debió ponerla en mi bolsillo mientras andábamos juntos. Es un abuso.
La poderosa personalidad de Merrilees hizo vacilar al inspector, quien sospechó de Jaime. Susurró unas palabras al oído del agente, y este último se marchó.
- Vamos caballeros -dijo el inspector-, oigamos sus declaraciones, una por una.
- Muy bien -dijo Jaime-. Yo iba paseando por la playa, cuando me encontré a este caballero, que fingió conocerme. Yo no recordaba haberle visto en la vida pero no quise parecerle mal educado. Paseamos juntos. Yo ya tenía mis sospechas, y cuando pasábamos por delante de la comisaría, sentía que me metía la mano en el bolsillo, y le sujeté pidiendo auxilio.
El inspector dirigió una mirada hacia Merrilees.
- Ahora usted, señor.
Merrilees pareció algo violento.
- La historia es casi exacta -dijo despacio-, pero no del todo. No fui yo quien fingió conocerle a él, sino él a mí. Sin duda intentaba deshacerse de la esmeralda, y la introdujo en mi bolsillo, con dicho fin, mientras hablábamos.
El inspector dejó de escribir.
- ¡Ah! -dijo en tono imparcial-. Bueno, dentro de un minuto llegará un caballero, que nos ayudará a llegar al fondo de la cuestión.
Merrilees frunció el ceño.
- Me es completamente imposible esperar -murmuró consultando su reloj-. Tengo una cita, inspector, no irá usted a suponer que yo robara la esmeralda y la llevara en el bolsillo.
- No es muy probable, señor, estoy de acuerdo -replicó el inspector-. Pero tendrá que esperar sólo unos cinco o diez minutos hasta que esto quede aclarado. ¡Ah, aquí está su señoría!
Un hombre alto, de unos cuarenta años, había entrado en la habitación. Vestía unos pantalones muy viejos y un sweater descolorido.
- Bueno, inspector, ¿qué es esto? -dijo-. ¿Dice que han recuperado la esmeralda? Esto es espléndido, buen trabajo. ¿Quiénes son estos caballeros?
Sus ojos se posaron primero en Jaime y luego en Merrilees, y la poderosa personalidad de este último pareció desmoronarse.
- ¡Vaya... Jones! -exclamó lord Eduardo Champion.
- ¿Conoce usted a este hombre, lord Champion? -le preguntó el inspector.
- Desde luego -repuso lord Champion en tono seco-. Es mi ayuda de cámara, que entró a mi servicio hará cosa de un mes. El detective que enviaron desde Londres sospechó de él en seguida, pero entre sus cosas no se encontró ni rastro de la esmeralda.
- La llevaba en el bolsillo de su americana -declaró el inspector-. Este caballero hizo que le detuviéramos. -Y señaló a Jaime.
Al minuto siguiente Jaime era felicitado mientras le estrechaban calurosamente la mano.
- Mi querido amigo -le dijo lord Eduardo Champion-. ¿Y dice usted que sospechó de él todo el tiempo?
- Sí -replicó Jaime-. Tuve que inventar esa historia de que me había metido la mano en el bolsillo para traerle a la comisaría.
- Vaya, es magnífico -dijo lord Champion-, magnífico. Tiene que venir a comer con nosotros, es decir, si todavía no lo ha hecho... Ya va siendo tarde... son cerca de las dos.
- No -dijo Jaime-. No he comido... pero...
- Ni una palabra, nada, nada -insinuó lord Champion-. Comprenda, el rajá querrá darle las gracias por haberle devuelto la esmeralda. Y además yo no sé todavía la historia completa.
Ahora habían salido ya de la comisaría y se detuvieron ante los escalones.
- A decir verdad -dijo Jaime-. Creo que preferiría contarle toda la historia.
Y así lo hizo ante el regocijo de Su Señoría.
- Es lo mejor que he oído en mi vida -declaró-. Ahora lo comprendo todo. Jones debió correr a la caseta de baño, en cuanto robó la esmeralda, sabiendo que la policía iba a registrar la casa. No era probable que nadie tocase ese par de pantalones viejos que me pongo para pescar, y así podía recuperar la joya cuando quisiera. Debió sufrir un fuerte sobresalto al ver que había desaparecido. Al verle a usted comprendió que era quien se había llevado la piedra. ¡Todavía no sé cómo pudo adivinar que no era un verdadero detective!
«Un hombre fuerte -pensó Jaime para si- sabe cuándo ha de ser franco y cuándo discreto.»
Sonrió con aire de superioridad mientras sus dedos acariciaban bajo la solapa de su americana una pequeña insignia de plata perteneciente a un club poco conocido, el Club Superciclista de Merton Park. ¡Qué asombrosa coincidencia que aquel hombre, Jones, fuese también socio de aquel club!
- ¡Hola, Jaime!
Se volvió. Gracia y las hermanas Sopworth le llamaban desde el otro lado de la calle.
- ¿Me perdona un momento? -dijo a lord Champion.
Se dirigió hacia ellas.
- Nos vamos al cine -dijo Gracia-. Y pensamos que tal vez te gustase venir con nosotros.
- Lo siento -repuso Jaime-. Ahora tengo que ir a comer con lord Eduardo Champion. Sí, es ese caballero que viste esa ropa vieja tan cómoda. Quiere presentarme al rajá de Maraputna.
Y quitándose el sombrero para saludarlas cortésmente, volvió a reunirse con lord Champion.
FIN
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